Llegó un día corriendo a mi puerta.
Con ella entró el viento del norte y se trajó algunas hojas encima.
El viejo barbudo se sentó en mi sala mientras ella lo miraba desde el rincón
Yo, no sabía qué hacer ni a dónde ir. Así que les ofrecí a ambos un café y los invité a descansar
Ella prefirió un café acorde a su tamaño, así que busqué una taza muy pequeña: no quise servirlo en una taza promedio porque le iba a parecer una descortesía de mi parte.
El, por su parte, quiso uno acorde a su antigüedad, así que le preparé uno muy fuerte, muy grande y muy caliente porque pensé que con su antigüedad, su tamaño y su temperatura irían muy bien.
Sorbían el café cada uno a su ritmo: a cortos sorbos él, a largos sorbos ella.
Yo los miraba a ambos desde mi chimenea, allí, con mi bandeja en la mano y mi gato enrrollado a mis pies.
Entonces él decidió hablar. Ella se quedó impávida y a mí se me heló el corazón.
Cuando ella le respondió, con una voz ausente, yo me eché a llorar por lo que sentí, lo que no sentí y lo que pude haber sentido.
El volvió a hablar y ella volvió a quedarse impávida y yo volví a quedarme helada, pero ahora se me congeló el corazón con los sentimientos revueltos.
Supe entonces que debía sacarlos a ambos de mi casa, pero no he podido hacerlo y en mi sala se quedaron.
Todavía, cuando el Viento del Norte habla, a mi se me hielan en el corazón los sentimientos que Bélgica, con su voz ausente, me revuelve. Especialmente en los días en que llegan las hojas con él.
1 de julio de 2007
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