28 de mayo de 2007

La miel y otros asuntos.

Este meme lo tomé del blog de Ernesto (él dice que cualquiera podía tomarlo...) A mí, como no hace falta darme excusas para ponerme a escribir, me cayó como anillo al dedo la invitación y he aquí lo que hice con la frase "No me acuerdo si alguna vez le puse miel al té

Parado en la estación, sin poder moverse para impedirle que se fuera y sin la fuerza necesaria para ocultar lo que de verdad sentía al verla, la dejó partir.


Iba ella vestida con un abrigo marrón de gamuza que, por su color marrón chocolate, la hacía lucir aún más etérea, más cristalizada, cual porcelana fina de suave rubor en sus decoloridas mejillas de blancura perfecta y tersura inimaginable pues, ciertamente, los dedos de nadie mayor de 3 días de nacimiento podían palparla y sentirla en toda su dimensión. Era ciertamente, aquella, una piel suave como ninguna que él hubiera tocado antes en su vida.


Allí, de pie frente a la estación, a pesar del enorme dolor que ella le había causado, a pesar del frío que los rodeaba, a pesar de la incómoda presencia de su padre, no pudo hacer nada mejor, no acertó a despedirse de mejor forma de ella que con un beso en los labios. Un beso en el que le tembló el corazón y la mano con la que le sostenía la barbilla a ella. Ese último beso que habría de valer por todos los que él, inconscientemente, por su ignorancia, le hubiera negado antes.


En esa incómoda despedida, quizás aún más incómoda por el hecho de que su padre lo vigilaba, se depositó en su ojo derecho una lágrima que fue seguida por otra. Al final, el ojo izquierdo también acabó por llenársele de agua y se le hizo pequeño el cuenco para contenerlas. Ella, con la ternura que él siempre quiso para sí desde la primera vez que se la conoció, le miró suavemente la cara y quiso, mas se impidió, enjugarle una pequeña muestra de su dolor, que no cesaba de rodarle mejilla abajo. Para ella, el dolor no tenía sentido allí. Ella lo había vivido hacía 3 meses atrás, cuando había empezado a considerar que, quizás, su vida juntos no era lo mejor que les hubiera pasado a ninguno. Especialmente no a ella. Hacía tres semanas decidía dejarlo sin saber muy bien cómo, según el carácter imprevisiblemente arrebatado de él, iba a ser para él la noticia de la ida, sin vuelta, de ella. Sí, esta vez era definitivo.


Detenía ella su mano en el aire e inmediatamente la metía en un bolsillo, sólo para recordar cómo hacía unos días, por puro dolor y tristeza, a él se le había transfigurado el rostro en una mueca horrible de pena y llanto irreprimibles, demasiado grandes -sin embargo- para salir por los diminutos conductos lacrimales. Los gritos en la garganta se le habían congelado porque la presión en el pecho le había robado el aire y las manos se le habían crispado para evitar ser totalmente paralizadas por el desconcierto que lo aplastaba.


Así recordaba ella, con el sufrimiento más crudo y la culpabilidad más punzante, la media hora siguiente a su anuncio de renuncia definitiva e irrevocable al contrato matrimonial. Tras la inercia inicial, él reaccionó con molestia y se quejó amargamente. Luego pareció darse cuenta del absurdo general que producía el anuncio y, sin más contemplaciones, le dijo que era una egoísta e insensible y se largó a llorar el dolor, la rabia y la sorpresa por los 4 costados de su humanidad en un llanto que tarde emergío, y que era acompañado por gritos que nunca se oyeron, mecido por temblores que lo estremecieron y gemidos que se ahogaron en el silencio de ese lamento. Un estertor en vida...


Frente a ella, hermosa como siempre, alegre y triste a la vez, con agua en su mirada, él pensaba en los pequeños momentos de gozo que habían tenido y que ya, en los últimos 6 meses, les habían escaseado tanto. Ella se volvió, frente a sus ojos, una criatura enormemente triste, infinitamente ausente. Su energía abrumadora había pasado a ser una simple sombra que estaba presente en todo lo que él hacía. Su otrora risa frecuente se había transformado en una mirada complaciente. Su amplia espontaneidad se había convertido en una estudiada discreción en la que se reprimía mucho de su ser y su sentir. El sabía que algo le pasaba pero no lograba reunir fuerzas para preguntárselo. El la veía escapársele, como arena que se resbala entre los dedos.


Sabía que, al perderla, había dejado perder el mejor momento de su vida. Ella había venido a traerle la luz que le faltara y que no consiguiera antes. Ella le había traído toda la ternura que no había conocido ni en su madre, tan poco dada a las demostraciones afectuosas. Ella había sido su sostén en los momentos más duros que había vivido hasta entonces y había sido la brisa fresca para sus momentos de cordura intensa. Ella era la única que había logrado entender que cuando él estaba molesto era mejor dejarlo hablar y asentir. Era ella la única que había logrado abarcarlo con una mano y hacerlo escuchar sus palabras con una sola mirada de sus ojos azules, cambiantes como el océano pero tan expresivos como un lucero. Era ella, y nadie más, la que podía hacerlo sentir seguro y tranquilo.


Y la había dejado a su suerte. La había perdido irremediablemente. Le había fallado, ahora lo sabía, en el momento en que más lo necesitara. Y ella lo amaba a pesar de todo, según decía, por el hecho de haber sido quien fue él en su vida. ¡Qué incomprensibles que son a veces las mujeres! Decir que lo amaba “a pesar de...” era como decirle que por su ignorancia había lapidado la única relación que él hubiera considerado realmente madura. Tanto, como para proponerle a ella matrimonio. Tanto, como para proponerle regresar con ella al Santiago del que venía. Tanto como para no concebir una vida sin un futuro.


Simplemente porque no había futuro sin Marcela para el enamorado, confundido y desgraciado Gustavo que, parado en la estación, en el andén 6, la veía partir para sentarse en el puesto que tenía asignado en ese vagón de ese tren que retornaría nuevamente, pero nunca con ella.


Inmóvil, en el andén, Gustavo la veía alejarse y se sentía demasiado dolido como para seguir soportando. Junto con su padre se fue caminando antes de que ella terminara de acomodar su maleta y ubicara su puesto en el vagón. Cuando Marcela llegó a instalarse, descubrió que su primer gran amor había desaparecido para siempre del andén y, con él, un capítulo de su vida...


Y aquí estoy, removiendo un té de manzanilla como se me remueven los recuerdos, removiendo los pétalos de las florecillas diminutas como pienso que hace el cielo con mis emociones. Pensando. Sintiendo. Sabiendo que lo único que realmente me molesta de todo esto es que no me acuerdo si alguna vez le puse miel al té.

1 comentario:

luzcaraballo dijo...

Tal parece que la tormenta de adentro es tan fuerte que el chaparrón de afuera luce como una llovizna insignificante.
Yo tomo el te sin miel, sin azúcar y sin edulcorante. Me parece bien no endulzarlo todo. Cada sabor es necesario, incluso el amargo... y el sabor salado de las lágrimas.
Un abrazo fuerte, mujer de fuego.