18 de julio de 2007

Ojos de ayer

Se acostó a dormir con su cabellera roja suelta en las sábanas de algodón blanco. Había dejado en una silla su traje verde, de terciopelo corto, con cintas pardas.

En sus sueños se vió volando sobre la tierra y las nubes, sobre los ríos y los mares, sobre los valles y las colinas. Finalmente llegó a una ciudad muy curiosa, hecha de copos de algodón y, aparentemente, a la izquierda de la estrella más brillante de sus noches.

Allí vió a sus familiares, ya caídos. Se dejó llevar por caminos de blancura infinita y radiante belleza. Una calma tan grande la llenó que no quería partir. Y se rehusó aún más cuando se reencontró con su antiguo amor, el único que ella amó, al que juró perseguir a través de las nieblas del tiempo cuando, con su pañuelo bordado, le secaba el rostro sudoroso por el esfuerzo y el miedo de morir dejándola a ella, sóla, tras haber sido herido de muerte por una lanza que cruzó la oscuridad que lo rodeaba en esa guerra que antes le pareció necesaria.

Pero no podría quedarse. Así le decían los más sabios. Y en una mesa redonda decidieron sobre la vida de ella y luego sobre la de él. Cada uno por separado decidió sobre los caminos a seguir para poder aprender más cosas, practicar las lecciones ya aprendidas y descansar placenteramente. Al final, cansada, se fue a dormir y decidió que sería mejor hablar con él tan pronto ambos recobraran fuerzas.

Cuando se despertó, limpió sus ojos a la nueva luz del día y procedió a vestirse. Encontró su jean y su blusa en el sillón donde lo había dejado la noche anterior y se descubrió castaña y con un peinado corto.

Lo único que le había quedado claro era que tenía que buscar esos mismos ojos que antes, mucho tiempo antes, con ternura y tristeza la miraban al partir.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No importa cuan lejos sea el ayer los ojos son los de hoy...¿no es así?