28 de septiembre de 2007

Gárgolas

Gárgolas. Las veo por todas partes en esta ciudad. Y son horribles. Caras demoníacas, caras grotescas, caras suplicantes, indulgentes, atormentadas. Caras con orejas puntiagudas, con cejas crespadas, con lágrimas de piedra. Caras deformes, dragones, serpientes. Parece que las bocas de todos esos seres eran dignas de escupir el agua transparente que limpiaba los techos de aquí. Bocas malditas, bocas infames, bocas exageradas, bocas clamantes, bocas pecaminosas, bocas que vomitan los excrementos de los pájaros mezclados con el polvo y la lluvia de esta ciudad. Y quizás, también vomitan todo su dolor, su pena, su rabia, su arrepentimiento, su ira, su maldad.

Son gárgolas para mirar, para admirar, para imaginar, para reir, para conmoverse, para aterrarse, para impresionarse, para temer. Su existencia está dada por el simple hecho de que, en la época, no se sabía nada de canalizaciones ocultas en las paredes ni de tubos que bajaran hasta la calzada. Su morfología es un asunto de fe: a la canaleta de los techos se la remataba con un ser de estos para evitar que el edificio fuera víctima de malos espíritus, demonios y descarnados que penaban en el limbo. Donde quiera que eso fuera... allá entre el cielo y la tierra.

Paso en bicicleta y las vuelvo a ver a la luz de los faroles eléctricos. Detallo sus sombras y me las imagino alumbradas con candiles o, mejor aún, antorchas. Las considero, como parte del paisaje, y resultan el único elemento decorativo bonito e importante de esta ciudad tan espartana y vetusta en sus construcciones. Las calles laterales son de piedras, algunas principales también, la bicicleta me cansa y camino mucho mientras otros ciclistas pasan, un poco embriagados por las cervezas y el hastío, gritándose cosas. Las gárgolas siguen allí: Aquella se agarra desesperadamente las mejillas, la otra entorna los ojos al cielo en un gesto de súplica, la de más allá me maldice con sus ojos. El dragón de la esquina resguarda la zona con su boca bien abierta, dispuesto a lanzar fuego en cualquier momento. No llueve, no ventea. Mejor así porque todas lucen sus bocas bien abiertas y pareciera que pudieran dañárseles las cuerdas vocales.

Sigo andando, sola, por vías que no conozco en esta ciudad donde soy otra turista. busco mi camino y no puedo evitar meterme en calles con construcciones importantes donde sé que habrán otras más de estas peculiares criaturas. ¿Será posible que llegue a amarlas?

El trayecto se ha hecho largo, estiro la pierna y de un brinco me monto en la bici. Pedaleo por una calle adoquinada, húmeda e iluminada y me pierdo en la noche que me quita este farol y de la que me protege esa gárgola demoníaca a mis espaldas...

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